Una maternidad enceguecida – Arkangel Black Mirror
La serie Black Mirror nos tiene acostumbrados a embarcarnos en temas complejos. Ficciones más o menos profundas que tocan dilemas éticos y morales, donde el debate está servido. Nos convoca al poner de relieve algunos de los temores sobre como los avances bio- tecnológicos podrían afectar a la subjetividad humana. En el capitulo Arkangel de la cuarta temporada dirigido por Jodie Foster se adentra en la maternidad y nos muestra lo que una madre puede llegar a hacer con la intención de proteger a su hija y como cree lograrlo gracias a un dispositivo que ejerce ese control. En donde el hacer la enceguece de poder reconocer a su hija y brindarle herramientas para desenvolverse con autonomía.
Un experimento para no perder-se ni perder-te
Durante el parto de Sara (Brenna Harding), Marie (Rosemarie DeWitt) se encuentra con lo desconocido, lo imprevisto y el riesgo de pérdida de su hija. Se ve cara a cara con su imposibilidad de controlar al completo -si esto fuera posible- hasta su propio cuerpo en el proceso de nacimiento de su hija, donde el cansancio le impide seguir pujando. Esos segundos iniciales sin oír el llanto de su bebé se volverán insoportables y serán reactivados ante un suceso años más tarde en el parque en donde pierde por unos minutos a Sara. Vivencias ambas que devienen traumáticas y que la enceguecen como madre frente a cualquier distancia mínima de su hija.
La posibilidad de quedarse sin su hija la lleva a buscar una solución extrema. Marie decide someter a su hija a un experimento que consiste en implantarle un dispositivo de alta tecnología en el nervio visual para tenerla localizada. Este artilugio le permite ver y grabar “todo” lo que su hija ve. De este modo Marie busca minimizar el azar, lo inesperado y lo afectivo en aras del cálculo, control y practicidad, recurriendo a un objeto que despierta su fascinación. ¿Sin saberlo?, deja de mirar a su hija desde su intuición y renuncia a ser la mejor versión de madre que pueda ser enceguecida por un objeto que devuelva certezas, que marque en cada instante el nivel de cortisona en sangre y el ritmo cardíaco para dar las respuestas siempre unívocas correspondientes.
Este chip viene con el agregado de un efecto pixelado, deformante de situaciones de alto contenido con el que la madre podrá según le explican los profesionales responsables del implante regular la intensidad de «vivencias» de su hija, modificando así su mirada del mundo “tal cual es”. «Tal cual es» para quién me preguntaría. ¿Qué ojos miran? ¿No existe apropiación subjetiva más allá de las imágenes?
Sabemos que “nuestra forma de percibir la realidad “real” está condicionada no sólo por la propiedades y límites de nuestros órganos sensoriales sino también por la modalidad humana de procesar simbólicamente lo que nos impacta dentro de un contexto edípico”. (Diana Sahovaller de Litvinoff) Procesar simbólicamente, implica un trabajo interno en el que poder dar sentido al mundo que nos rodea y a la propia existencia. ¿Qué sentido le damos a las cosas? ¿Cómo nos vemos modificados por ellas? El desarrollo subjetivo da cuenta de la manera de esta singularidad tan específicamente humana.
Desde la mirada enceguecida de la madre
Marie a pesar de querer ver a su hija «todo el tiempo» es la primera que no puede, ni quiere ver. No puede ver ningún indicio de autonomía de parte de su hija. Una madre que no puede correr riesgos, no puede apreciar el propio deseo de su hija, su singularidad ni las necesidades de su hija para su desarrollo psíquico y emocional.
No hay padre en este capitulo y no me refiero al de carne y hueso progenitor de Sara, sino al padre interno que permitiría a esta mamá ver un poco más allá y salir de su ceguera que la lleva a apropiarse de mente y cuerpo de su hija y de su posible descendencia. Marie pasa por alto que los niños necesitan aprender a controlar sus impulsos, también los agresivos. Donde la cuestión no pasa por cómo los niños se vuelven agresivos sino por cómo los niños aprenden a no ser agresivos.
¿Por qué una madre podría no ver esto? Seguramente por un entramado de complejos y diversos motivos. Pero, esto me hizo pensar en como este capítulo de ciencia ficción conecta con aspectos sumamente actuales. Vivimos una época en donde se tiende a normalizar controles más sutiles que afectan en diferente medida la subjetividad de los niños. Hijos ubicados en meros objetos a los que se les pide o mejor dicho se les exige que rindan, que aprendan de todo, a los que se hiperestimula con todo tipo de actividades, que se hipersexualiza, se les empuja a definir su identidad sexual lo antes posible y a la vez se los sobreprotege y controla.
Niños que como adultos en miniatura se les imponen modos de goce de los adultos sin darles el tiempo a desarrollarse, descubrirse a sí mismos y cultivar sus deseos y modos de satisfacción. Hijos abarrotados de objetos pero a la vez privados de poder realizar la actividad por excelencia de la que se valen los niños para conocer, interrogarse y comprender el mundo, como es el juego. Tiempos de intimidad, tiempo de aburrirse, de pensar, de crear, de descubrir nuevas pasiones. Niños a los que se les imponen ciertos mandatos bienintencionados -no siempre conscientes- con los cuales tendrá que encontrar su modo de vérselas en la adolescencia. Sé feliz, triunfa, rinde, supérate (y supérame narcisístamente hablando). Aspectos ésto que siempre van ligados e integrados en los ideales que nos hablan de los logros supremos y más apetecibles en una cultura.
Desde los «ojos» de Sara
A Sara no se le permite tener ojos propios, ni voz, ni mente. Las imágenes inundan, no permiten ninguna mediación verbal, su madre ya «lo sabe todo» sin necesidad de conversar. Su madre habita en su cabeza, la parasita, enceguece y enloquece. Sara no sabe lo que es estar sola, no lo ha podido aprender. Su madre ha estado ocupada en su propio juego de esconderse y espiar, de angustiar con su ausencia, una ausencia que parece que ella no ha logrado aún sobrellevar. Es la “chivata del cole” sin abrir la boca. No existe como tal, transita su infancia como un robot teledirigido de su mamá, en donde sus dificultades pasan inadvertidas o no son tenidas en cuenta.
La tableta que todo registra y visualiza se guarda por un tiempo pero con el inicio de la adolescencia y sus riesgos vuelve a ser necesaria para esta mamá que no tolera cualquier indicio de separación y crecimiento de su hija.
Sara no ha podido regular sus emociones, comprenderlas, diferenciarlas, conocerlas, le son ajenas. No tiene derecho a la intimidad ni al secreto. La escena en la que Sara mantiene sus primeras relaciones sexuales siguiendo al detalle el guión de la película porno nos muestra ese vivenciar descarnado, habitando un cuerpo que le es ajeno. Un cuerpo al que necesita cortar para aliviar un dolor que la inunda e invade.
El «gran ojo» de una madre enceguecida
La presencia de alguien que sabe todo, que ya planificó el destino de su criatura, es la fantasía presente en el imaginario del desvalido niño al nacer. Pero, en la medida que el niño crece va siendo gradualmente sustituida y reemplazada por una instancia interna que va a permitir la propia intimidad y el secreto, en el caso de Sara se ha transformado en un ojo temible siempre vigilante.
Un ojo siempre atento que no hace más que propiciar certezas paranoicas, un ojo psicotizante que lleva al fracaso de la subjetividad. Una subjetividad independiente que permitiría poner límite interno al empuje pulsional -puesto de relieve en la adolescencia- que lleva a Sara a un estallido. Su hiperestimulación y sus autolesiones funcionan como intentos fallidos de corte de una mamá que la invade. En una relación donde no hay lugar para dos. En el final Marie ve concretado su gran temor perdiendo definitivamente a su hija lo que resulta esperable en vistas del deterioro subjetivo que la chica presenta.